Hasta mediados de la década de los ochenta,
se les podía encontrar a todo lo largo
del territorio nacional.
Durante un cuarto de siglo, su presencia
se impuso, eran agresivos y exhibicionistas.
Parecían absolutamente convencidos.
Optimistas impermeables a cualquier desánimo,
tenían siempre a mano el argumento preciso
para salirle al paso al derrotismo,
al comentario tendencioso del “enemigo”.
Los caracterizaba una sonrisa arrogante
como preludio a sus respuestas,
un aire didáctico lleno de superioridad
y una mirada entre despectiva y piadosa
cuando prodigaban su claridad
entre los confundidos.
A veces se mostraban sorprendidos,
asombrados de que existieran personas
que no comprendieran que el futuro luminoso
estaba a punto de llegar y de imponerse.
Ahora algunos de ellos –como
experimentados camaleones–
se han metamorfoseado y estudian hoy
las reglas del marketing
para aplicarlas en las empresas mixtas
con capital extranjero
donde ocupan cargos de gerentes.
Tienen el olfato fino para oler
los cambios inevitables que vendrán.
Cuando se quedan a solas con alguien excluido
y crítico –como yo– nos palpan el hombro
mientras nos dicen al oído “estoy contigo”.
De esa y otras maneras, los oportunistas
creen que se reservan un lugar en el mañana,
donde planean llevar la máscara que haga falta
con tal de seguir beneficiándose.
La trasmutación de esta especie,
que depredaba a quienes tenían
un pensamiento diferente, ha contribuido
a un leve mejoramiento en el clima espiritual
de la nación.
Ante la paulatina desaparición de los inquisidores,
los herejes van ganando confianza,
lo que no significa que se hayan apagado las hogueras.
Las instituciones represivas siguen intactas,
la diferencia es que ahora están faltos
de argumentos y solo puede esgrimirse
el deseo de mantenerse en el poder,
no ya como una clase social que pugna
por reivindicar sus derechos,
sino como una casta, un clan familiar
que defiende sus intereses.
Yoani Sanchez